20.3.20

El amor en tiempo de coronavirus

¿Cómo me haré para demostrar mi amor en estos tiempos de coronavirus? ¿Aprenderé como los japoneses a inclinarme? Confieso que la estoy pasando muy mal 
Todos los años voy a Dferia, un evento que se realiza en San Sebastián (España). NorKa, su director y gran amigo, me invita. Cada año espero con ansiedad este encuentro, que es una fiesta del espíritu y un lugar donde amigos de casi todo el mundo nos damos cita para renovar nuestra amistad en una ciudad que es una joya de la península ibérica y orgullo gastronómico del mundo. 
Cada año hago el amor colectivamente con la ciudad, recorro sus teatros en un festival donde lo más exquisito se presenta. Mi maleta un mes antes está preparada. 
Durante el año voy comprando regalos para los amigos y, claro, las mejores botellas de ron Brugal, ya esperadas, para una fiesta interminable de cuatro días. 
El rumor del coronavirus explotó en China, veía la televisión pensando que era una historia más de esas que se escriben a diario, luego pasó a Italia, y mi familia y médico me advirtieron del peligro. 
En casa grandes debates y yo insistía que, si me daba, uno se podía morir en cualquier lugar y ese era un bello lugar para enfermarme. 
Mi hijo, apuntándome con un dedo, me acusó de abusador, de ser un egoísta y de que luego los contaminaría a todos. 
Luego de un plebiscito familiar, amigos consultados, algunos pseudomédicos dieron sus comentarios, me bajé del avión con una infinita tristeza y avisé a mis compañeros del mundo la imposibilidad de asistir. Lloré por dentro. 
 Nunca había visto nada igual, cada día las noticias eran más alarmantes, pero donde llegó al colmo fue cuando en la iglesia el cura nos prohibió abrazarnos. ¿Estaría Dios indignado? Mi corazón se detuvo al instante. 
Un hombre que vive para abrazar, para besar sin importar quién sea, una persona como yo que descubrió hace años que un abrazo es más importante que cualquier discurso, que un abrazo cura más que cualquier medicamento, que es el instrumento más sanador que existe, que es la más bella demostración de amor y aprecio, de transmisión de energía, de alegría, de confianza, de pureza. Me sentí desarmado. 
El mundo se estaba acabando. Ni el cáncer, ni la diabetes, ni la insuficiencia renal ni nada me había impresionado tanto como esa prohibición de abrazar y ni siquiera la consolación de dar la mano. ¿Cómo me haría para demostrar mi amor en estos tiempos de coronavirus? ¿Aprendería como los japoneses a inclinarme? Confieso que la estoy pasando muy mal. 
Este virus inventado no sé por quién es un atentado a mí directamente, y lo peor de todo es que es mortal especialmente para los ancianos. 
Nunca me he sentido anciano hasta que una persona me vio y a la vez hizo una seña con el dedo en el cuello: “viejo, si le da, cuicccc”, y se cortó la yugular hipotéticamente. Ese gesto me demolió. 
El otro día fui al supermercado y tosí, mejor ni les cuento con la amabilidad que un gerente se me acercó y me acompañó a la puerta limpiándose las manos con alcohol y cubriéndose la cara. 
Ya molesto me fui a la farmacia, había una fila enorme y algunos desesperados se saltaban el orden, me sentí muy incómodo y comencé a toser. A mi lado una señora se separó un poco, no me aguanté y le comenté que andaba en búsqueda de algo que me quitara la fiebre. La señora desapareció, me hicieron un ‘fo’ colectivo y me atendieron de inmediato. Pido perdón por esta travesura, estoy devastado, esto de no abrazar me ha quitado el sueño, no salgo de casa, he suspendido toda actividad. Dios tiene que resolver esto pronto. No paro de pedirle. 
Freddy Ginebra (Diario Libre).

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